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La Muerte y Resurrección de Jesucristo: Experiencia espiritual como concreción de vida en plenitud.

Introducción


En el mundo contemporáneo la humanidad se ve inmersa en una diversidad de culturas, creencias, cosmovisiones, ateísmos prácticos, tecnología, urbanización, una Iglesia arcaica, societaria y jurista; sin embargo, una creciente violencia en sus diversas formas parece anunciar el resquebrajamiento de la sociedad, las religiones ya no dan respuesta ni se pronuncian en acciones concretas para replantear un orden social. El cristianismo ha perdido actualidad, y quienes han buscado releerlo, han sido silenciados oficialmente, sin embargo, en el silencio, en lo “clandestino” se busca dar respuesta a los problemas del mundo posmoderno. A este respecto, siguiendo la teoría mimética de René Girard y la relectura que James Alison hace de ella misma, en el presente texto busco replantear la muerte y resurrección de Jesucristo como la experiencia espiritual por excelencia consumada en la Vida que se pierde cuando se da pero que simultáneamente se plenifica como vida espiritual recobrando su sentido, y que asimismo, esta vida espiritual como donación que “resucita” abre el horizonte de esperanza en la vida del cristiano, quien llamado a ser testigo de la resurrección, debe morir donándose voluntariamente y resucitar, como quien sigue a Jesucristo, como imagen y ejemplo de que un nuevo orden social es posible.

La crisis de la Iglesia ante la modernidad como crisis de la vida espiritual


Tenemos de frente una humanidad contemporánea que lleva en su configuración una especie de sincretismo epistémico, religioso, cultural e ideológico, el cual ha influenciado y determinado lo que hoy somos en su diversidad y complejidad, inmersos en diferentes contextos, pero que sin embargo, buscan en común una “mejora”, un “progreso”, un “estar bien” o una “sana convivencia humana”. Aunque los medios para conseguirlo no siempre han estado dentro del marco de lo que en la modernidad se acuñó como “derechos humanos” o “derechos fundamentales” que apelan a la dignidad ser humano. La historia misma nos muestra cómo, de diversas formas, los excesos y los defectos de creencias, ideologías, puestos en práctica, han violentado o ultrajado la dignidad humana. Un panorama sombrío nos rodea y no da “espacio” para la vida espiritual entendida ésta como un estilo de vida que promueva un orden social.


Por varios siglos el ser humano estuvo bajo el yugo de la cristiandad[1] en la que imperaba un teosistema que determinaba las cuestiones políticas, sociales y, obvio, religiosas; anatemas contra toda forma de pensamiento que fuera en contra de la “voluntad de Dios” -voluntad divina, que por supuesto, fue confiscada del cielo por las cúpulas del poder eclesial- o la “sana” doctrina. Una cristiandad que pervirtió el mensaje Evangélico y que lo supeditó a la arbitrariedad eclesiástica para atropello de muchos y beneficio de otros. Sin embargo, con el surgimiento de la modernidad en el siglo XVIII, emergieron movimientos emancipadores sociales, políticos y religiosos que expropiaron a la Iglesia el árbol prohibido del Edén. Pensadores revolucionarios, en nombre de la razón, comenzaron a arrancarle a la naturaleza sus más íntimos secretos y con ello se ponía en tela de juicio el que la Voluntad Divina regía al mundo por conducto de un sector. La humanidad comenzaba a vislumbrar una cierta independencia y se dio un giro copernicano en el que el ser humano pasó a ser el centro del universo. Aunque todo parecía apuntalar hacia un nuevo horizonte de esperanza, se volcó en contra de la humanidad misma, en virtud de que el racionalismo exacerbado llevó a absolutizar a la razón misma, y con ella, a la humanidad.


Del XIX a la fecha nos encontramos como en un péndulo oscilando entre lo antiguo y lo moderno en la búsqueda de mecanismos perversos que, disfrazados de progreso, coadyuvaron a la decadencia y alienación de la persona. Los sistemas democráticos de origen griego, aunque fueron tomando diversas formas o significados, buscaron a final de cuentas una opresión sistemática justificada en la supuesta salvaguarda de los intereses comunes. El comunismo de origen moderno, con su añoranza de la repartición justa de los bienes, y el socialismo como su antecedente, han provocado diversas formas de violencia en nombre de la justicia y la igualdad. En contraparte, el consumismo desmedido y la mercadotecnia aplastante son el vivo ejemplo de la globalización económica y el dios capital.


A pesar de que la Iglesia católica perdió mucho o casi todo lo que ostentaba en su “época dorada” durante la cristiandad, en su sistema estructural y epistémico radica el oscurantismo apologético y su ya muy conocida inmutable autorreferencialidad. No obstante el Vaticano II fue un llamado al Aggiornamento para sacudir el polvo imperial de la silla de San Pedro. Esta forma de “Cristiandad moderna” ¿Vaticano II?, al igual que los sistemas anteriormente mencionados, fue factor de violencia, exclusión y marginación, ya sea por excesos o defectos de una apertura limitada con el mundo contemporáneo, por su participación y complicidad con determinada corriente económica como el capitalismo, la desconcertante tolerancia a ciertos sistemas autoritarios como el nazismo y, más aún, por una cerrazón a una relectura de los dogmas en los que descansa su razón de ser. De tal forma que hoy tenemos una Iglesia Católica populista, preocupada más por su imagen que por el hambre y la injusticia que hay en el mundo; una Iglesia que no plantea preguntas adecuadas ni posible soluciones, pero que sí censura a quien las plantea; una Iglesia inquieta por figurar como la más extendida en el mapa geográfico.


No obstante lo anterior, también podemos ver que la modernidad contribuyó en mucho para cuestionar y escudriñar lo que estaba ya dicho como algo inmutable, aquello que parecía ser propiedad intelectual de la cristiandad. De ello han surgido nuevas formas de replantear la teología tradicional, de tal forma que responda a los desafíos que se plantean en el mundo moderno y, que por mucho, el cristianismo con su teología tradicional no ha resuelto porque su interpretación ya es obsoleta. Pareciera que el cristianismo ya no tiene injerencia por su ineficacia, porque sus discursos han quedado encapsulados para la piedad religiosa, y porque estos discursos están ligados con la institucionalidad de la Iglesia o las iglesias, y hoy día, las instituciones han perdido credibilidad, de tal forma que se vive una fe religiosa y una vida espiritual solo en la privacidad, sin compromiso social ni de sentido comunitario, y ni que pensar que lo espiritual converja con la vida material. Esto es consecuente con el individualismo exacerbado que vemos y vivimos actualmente en cualquier esfera social. Pero por otro lado, si hemos experimentado que todo es objeto de cambios y/o transformaciones, entonces esto quiere decir que mucho podríamos recuperar del discurso cristiano fundacional y replantearlo con un lenguaje renovado y que se adapte al contexto que nos acontece, que haga posible la vida espiritual cristiana en medio de un mundo violento y conflictivo.

La importancia de la resurrección en la resignificación de la fe y la vida espiritual cristiana


Según lo anterior, uno de los principales pilares de la fe cristiana es la resurrección. Creo que es aquí donde descansa su razón de ser. Como dijera Pablo: “Si Cristo no hubiera resucitado vana sería nuestra” (1 Cor 15, 14). Una relectura de la muerte y la resurrección de Jesús pueden cobrar un significado que ayude a recuperar sentido al discurso cristiano y hacer asequible que éste todavía puede dar respuestas o planteamientos que puedan contribuir a posibles soluciones de lo que sucede en nuestro mundo contemporáneo al unísono con la espiritualidad.


Lo relevante de la resurrección no es la resurrección en sí misma, sino que quien resucitó fue un crucificado. El crucificado resucitado es Jesús, un judío campesino de una aldea de nombre Galilea. Una persona que fue insignificante en su tiempo porque pasó desapercibido para los libros de historia; sin embargo, y a pesar de su insignificancia, las autoridades de su época lo consideraron un hombre peligroso porque atentó contra los poderes de su tiempo. Un hombre que estableció las relaciones humanas como una relación entre iguales; que liberó a los cautivos de la sociedad y los hizo sus amigos; describió a Dios en categorías humanas y les mostró a sus interlocutores su rostro como cumplimiento y plenitud de la Ley.


En efecto, Jesús fracturó la línea de lo convencionalmente inamovible e instauró la Basilea en contraposición al reino del hombre (varón y mujer). Pero ¿cómo iba a venir Dios a irrumpir inusitadamente en el espacio dominado por el hombre? ¡Qué osadía la de Dios! ¿A qué clase de ser tan perfectamente humano se le ocurre semejante cosa? Sólo a un desequilibrado. Dios no pudo cometer mayor pecado que ese, fue el mayor de sus errores, el mayor de sus pecados; por eso lo mataron como delincuente: porque violó la ley de los hombres justificada en su nombre. La ley de los hombres es una ley violenta llena de mentiras en nombre de una falsa búsqueda del orden en la que impera la muerte, la exclusión y no la restitución humana; una ley fundada en la aniquilación del “otro”, porque ese “otro”, es considerado causante del caos y, por tal, debe ser eliminado.


Ciertamente Jesús fue crucificado y eliminado, y con él, también sus ideales. Traspasado por una lanza para asegurar su total aniquilamiento, vertió su sangre y con ello su vida. La desolación y el sin sentido descollaban en aquel madero. Jesús había muerto. El sombrío ambiente de ese momento histórico confirmaba, como hoy día, la cruenta humanidad del hombre representada, como un ideograma, en la cruz. Se ha pensado que un sacrificio es para retardar o apaciguar la ira de Dios o de los dioses; sin embargo, paradójicamente queda de manifiesto que todo supuesto sacrifico ofrecido a Dios es más bien para aplacar la ira del hombre que, inmerso en su egoísmo, va tras la búsqueda de toda “seguridad”, sacrificando a todo aquel que se opone a ella. Jesús tuvo que ser sacrificado por el Sanedrín porque ponía en riesgo la “seguridad” de su autoridad y status quo basados ambos en una interpretación distorsionada de ley de Moisés que violentaba la igualdad entre los hombres. Y por Roma porque ponía en riesgo la “seguridad y la Pax Romana” conseguida a base de violencia con las conquistas militares. Sólo la sangre de Jesús podía aplacar la “justa” ira del Sanedrín y de Roma a la vez, porque Jesús cimbró desde lo más hondo sus falsas seguridades. Y porque, más que ponerlas en tela de juicio, las desenmascaró en su pretensión de totalidad al demostrar con su vida que la vida misma no se basa en un supuesto orden social, religioso y político fundado en leyes humanas restrictivas, ni en tradiciones religiosas de pureza excluyente que jerarquizan y categorizan la realidad humana, ni tampoco en una espiritualidad vivida como un mundo aparte alejado del mundo material, sino que la vida se basa en la fraterna y solidaria convivencia humana que no conoce el egoísmo, sino que busca la donación del “uno” hacia el “otro”, en un estilo de vida espiritual que da por hecho la presencia de Dios en la donación de sí mismo hacia los otros. Porque es aquí donde cobra toda su fuerza la frase “nadie me quita la vida, yo la doy voluntariamente” (Jn 10, 18) ya no en clave de-muerte-violenta-sacrificial, sino en clave de voluntaria-donación-de-vida.


Por tanto, el recuerdo vivo de la muerte de Jesús debe buscar ser releído, no como una práctica sentimentalista religiosa que sólo atenúa la carga de culpabilidad de los fieles y que se reviste de un ocultismo supersticioso que enmascara la falsedad de la vacua y baladí fe del “cristiano”. Sino releyéndola en el acontecer violento del mundo contemporáneo, que al igual que en los tiempos de Jesús, es una realidad, a todas luces, predominante en nuestros días. Hoy día cada cual busca sus propias falsas seguridades basado en la exclusión y hasta la eliminación total del “otro”. Nos sentimos amenazados por el que es “diferente” (homosexuales, marginados, mendicantes, indecentes, prostitutas, mujeres que abortan, etc.). Su eliminación equivale a promover una sociedad en “orden y segura”: “Conviene que muera uno solo por el pueblo y no que perezca toda la nación” (Jn 11, 45-46). Y esto no solo al nivel macro social, sino también en el ámbito micro social como la familia: es en este lugar donde se buscan las mayores seguridades a costa del hermano, del primo, del tío, del padre, la madre, los hijos. Siempre hay una “oveja negra” que avergüenza a los demás y desquebraja su seguridad ególatra del qué dirán frente a “las buenas familias”. Todo un espejismo de apariencias justifica sacrificar u ocultar a la “oveja negra”. Actitudes todas ellas resultantes de una espiritualidad moralista y narcisista; una espiritualidad de apariencias.


No obstante lo anterior -y en el entendido de que Jesús estableció una nueva forma de convivencia humana como proyecto de Dios para con los seres humanos- la cultura de violencia y muerte no pueden prevalecer por encima de una fraterna y solidaria relación humana propuesta por Dios mismo, aunque a veces pareciera que así es. Señal de que no prevaleció aquella lógica sacrificial: la Resurrección.

En la resurrección toda connotación biologista (el mismo cuerpo que muere es el mismo que revive), milagrera (Dios revivió milagrosamente el cuerpo de Jesús) e ilusionista (fue solo una imaginación colectiva de quienes dicen haberlo visto) reducen todo su devenir o acontecer a una simple prueba de la supuesta “omnipotencia” divina, sin que el acontecimiento de la resurrección en sí mismo transforme y espiritualice desde lo más hondo a la vida misma del ser humano o de una sociedad. La resurrección de Jesús simboliza y representa en la realidad misma que una nueva forma de vida espiritual y convivencia humana es posible. En su vida terrena, Jesús proyectó, en obras y palabras, los planes de Dios para con los humanos y rompió con todo esquema convencional como ya lo mencionaba al inicio. Es decir, Jesús demostró con el ejemplo que la forma de vida que él proponía era y es alcanzable porque él mismo la vivió tal cual ya que era una forma de vida basada en la donación de la vida misma, es decir, en el servicio a los demás, pero más específicamente por los más débiles, los pobres, los excluidos, etc. Por tanto, la muerte no podía alcanzarle porque su proyecto es de vida y no de muerte que aniquila. Jesús vive su proyecto humano de vida como una dimensión ajena a la nuestra porque no encaja con los sistemas sociales, religiosos y políticos ya establecidos, sino que era un proyecto diferente, extraño y hasta contradictorio y escandaloso para muchos porque no era nada convencional, tan extraño porque su vida espiritual no estaba en el Templo, sino en la entrega de sí mismo a otro ¿Una convivencia humana que ponga por encima de la Ley a la persona misma? “El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mc 2, 27-28). ¿Una Basilea alterna que anteponga la igualdad entre los hombres en el que incluía, por supuesto a las mujeres, pecadores, enfermos, etc. por sobre el sistema patriarcal, las clases sociales y la soberanía de unos cuantos? Definitivamente no era lógico para los poderosos de su tiempo. En efecto, la resurrección de Jesús es la continuidad otorgada por su Abbá por el poder la Ruah divina a un innovador proyecto de vida espiritual y convivencia humana vivido en un ámbito extraño y hasta contradictorio en un mundo hostil como el nuestro.


El relato de los discípulos de Emaús es una muestra de ello. Cuando los discípulos iban camino a Emaús no se percataron de que quien iba a su lado explicándoles las Escrituras, era Jesús. No fue sino hasta la fracción del pan cuando lo reconocieron. Quien todo el tiempo les habló en el camino fue un muerto, un muerto que era irreconocible, y su irreconocibilidad radicaba precisamente en que su vida, su proyecto de vida, no reconocía la muerte. Sin embargo, sólo a través de la muerte como vida entregada sin condición ni medida Jesús podía poner en evidencia, una vez resucitado, que la cultura de la violencia y la muerte que impera en nuestro mundo, no es más que una trampa de nuestras falsas seguridades que nos mueven a excluir o a eliminar a otro. Que la única seguridad posible alcanzable para todos, al igual que Jesús, es la donación y la entrega al “otro” a imagen de su Abbá.


Por eso los discípulos le reconocieron hasta la fracción del pan, porque esta práctica cotidianamente practicada por Jesús en su vida terrena, simbolizaba el compartir la vida. Partir el pan, fraccionarlo para darlo al otro es darle vida, porque el pan alimenta y da vida en contraposición con aquel que egoístamente quita y arrebata el pan de vida, sinónimo de muerte. Y es precisamente en dar vida, y no muerte, en lo que Jesús resume la vida espiritual. La fracción del pan fue una especie de llamamiento a compartir y donar su vida como continuidad de su proyecto humanizante, espiritualizante. Fue y es una seductora invitación a ser irreconocibles frente a un mundo que todo reconoce y fácilmente identifica por nuestras convencionalidades. Aquel que cree en Jesús y en su resurrección está llamado a estar fuera de toda convencionalidad egoísta y dar su vida voluntariamente para con el otro.


La resurrección de Jesús podría ser re-leída pues, no como la revivificación milagrosa de un cuerpo inerte, sino como un acontecimiento en el que la violencia, la exclusión, la eliminación, la aniquilación y la expulsión del otro a través del sacrificio, no son ni puede ser determinantes para el establecimiento de un supuesto orden social ni para el vacuo sacrificio religioso de expiación de los pecados en una sociedad llena de culpas.

La resurrección de Jesús es la constatación de que Jesús hizo y encarnó la voluntad del Padre plenamente al grado de llegar a decir: “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14, 9), de no ser así jamás hubiera resucitado. No fue entonces una especie de premio o de retribución divina por hacer dicha voluntad. Ni tampoco una consecuencia, sino más bien, es la plena realización de su existencia entera humana-espiritual en la que él tiene la primicia de resucitar de entre sus hermanos los muertos para ser testimonio vivo ante sus discípulos de que la muerte sacrificial no prevalece sobre una muerte “voluntaria” en el sentido de que cada momento que nos donamos hacia “otro” o nos despojamos de nosotros mismos, morimos y, probable e irremediablemente, nos encaminamos hacia el patíbulo por ser señal de contradicción, pero paradójicamente comenzamos a vivir. Inevitablemente la muerte nos alcanza tarde que temprano, cada momento que pasa estamos muriendo o nos encaminamos a la muerte, y la resurrección de Jesús nos dice: si has de morir ¿por qué no hacerlo viviendo? Se recobra así el sentido comunitario en una relación de iguales porque dejaría uno de vivir o morir en la búsqueda de nuestras propias seguridades, aprendiendo a vivir o morir para el “otro” solidaria y servicialmente. Una experiencia que, además, devuelve la esperanza. La experiencia de la resurrección sería una experiencia histórico-espiritual y trascendental que se apuntala y ratifica la visión escatológica.

Conclusión

Aunque el panorama parezca sombrío y desalentador, tenemos la certeza de que una vida espiritual puntualmente referenciada como un estilo de vida propio del cristiano aún puede y debe dar respuestas concretas en acciones concretas. A pesar de dos mil años de historia, el cristianismo aún no ha agotado la riqueza que el acontecimiento Jesucristo nos legó. Sólo basta abrir el ser-todo y dejarse invadir por el fuego abrazador de su amor innovador, gratificante y de vida en plenitud. Sin fórmulas mágicas ni acontecimientos ajenos a la historia, Jesús, el Cristo, con su muerte y resurrección, nos ha dicho que otro estilo y forma de vida es posible cuando hay una libre entrega, donación, una Kénosis sincera que busca el bien del “otro”. Por tanto, para el cristiano, la vida espiritual no es otra cosa que la vida en plenitud que se logra mediante la donación de su ser en vida que da vida, y que esta vida en kénosis constante replantea un nuevo orden social.

Bibliografía

Alison, J. Una fe más allá del resentimiento. Fragmentos católicos en clave gay, Barcelona, Herder, 2003

Girard, R. Veo a Satán caer como el relámpago, Barcelona, Anagrama, 2002

[1] Parto de ésta época porque de alguna manera es la que imperó por durante XIV siglos

 
 
 

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